lunes, 29 de agosto de 2011

New York, New York (III): de catástrofes naturales

La semana pasada fue, cuanto menos, peculiar. Supongo que, a estas alturas, cualquiera que lea estas palabras estará al corriente de todo lo que ha ocurrido a este lado del Atlántico. No obstante, si quieren una versión más de los hechos, sigan leyendo.

Todo empezó la tarde del martes pasado. Yo estaba trabajando tranquilamente en mi despacho, como cualquier otra tarde. Recuerdo que aquel día estaba especialmente concentrada en el texto que estaba traduciendo. Había dejado la puerta entreabierta, como casi siempre, y aporreba el teclado del ordenador de manera frenética con la vista fija en la pantalla. De repente, sentí que la silla se movía. Era como estar sentada encima de un muelle. Mi primera reacción fue pensar que me estaba volviendo loca. "Tanto trabajo no es bueno", me dije mientras me frotaba los ojos con el dorso de la mano.

Sin embargo, el movimiento no paraba. Tenía que ser cosa de la silla, entonces. Seguro que se le había aflojado o caído alguna pieza, quizá un tornillo. No cabía otra explicación... Hasta que me di cuenta: la puerta también se movía. Hacia delante y hacia atrás, como si me encontrase dentro de un barco. A los pocos segundos, todo volvió a la normalidad. En aquel momento, estaba bastante segura de que acababa de ser testigo de un temblor de tierra. Consulté las versiones electrónicas de algunos periódicos, en busca de alguna pista. Nada. La noticia llegó una media hora más tarde: acaba de producirse un terremoto en Virginia.

El miércoles volvieron a visitarnos los bomberos. Se ve que no pueden vivir sin nosotros, los pobres. No obstante, la palabra que más se oyó en los días siguientes no fue "incendio", sino "huracán". Irene amenazaba con poner patas arriba la ciudad de Nueva York y eso sí que hizo saltar todas las alarmas. No se hablaba de otra cosa que de los comunicados del señor Bloomberg, las zonas de evacuación, los cortes de electricidad y agua corriente, el quipaje de emergencia, etc. Por fin llegó el viernes y, al salir del trabajo, nos dispusimos a hacer acopio de víveres y resguardarnos en nuestro piso hasta que pasara todo. El supermercado de Roosevelt Island suele estar siempre vacío cuando yo voy y me impresionó bastante ver una cola tan larga de gente junto a las cajas. Además, casi no quedaba agua embotellada.

El sábado llegó la hora de la verdad. El día amaneció con un cielo gris que anunciaba lo que estaba por llegar. Sin embargo, decidimos hacer una pequeña excursión matutina, ya que íbamos a pasar el resto del fin de semana sin salir. Íbamos ya de camino a casa, cuando empezó a llover. No sé cuántos litros cayeron en solo cinco minutos. Lo que sí sé es que acabamos caladas de arriba abajo y las calles se inundaron rápidamente. Era como si la Naturaleza nos avisara, como si dijese: "Mirad de qué soy capaz. Esto solo es el principio". Esa noche apenas dormí. El viento y la lluvia campaban a sus anchas entre los edificios y no me dejaron pegar ojo.

No obstante, todo pasó y Roosevelt Island se quedó casi igual que estaba antes de la visita de Irene. No sufrimos cortes de luz, ni de agua, ni se rompieron los cristales de las ventanas. A primera hora de la tarde del domingo, los autobuses rojos que recorren la isla estaban en marcha de nuevo. El único recuerdo que nos quedaba de la catástrofe era un frigorífico lleno hasta los topes...

Salud y suerte.

miércoles, 10 de agosto de 2011

New York, New York (II): de problemas técnicos, bomberos y pisos fantasma

Los problemas técnicos


Es un hecho: el ordenador del despacho me odia. Todo empezó el viernes por la tarde, cuando me marché a casa. Hasta ese momento, todos los programas habían funcionado con normalidad. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa el lunes por la mañana, cuando abrí el texto que había dejado a medias la semana anterior y... ¡Horror! Cada vez que intentaba borrar algo, aparecía un mensaje de error en la pantalla. Puedo prometer y prometo que yo no he hecho nada. Hubo quienes se atrevieron a intentar arreglarlo, sin éxito alguno, claro. Afortunadamente, sigue dejándome sobreescribir, al menos, de momento.


Hoy he vivido la segunda parte de mi drama informático particular. Muy osada yo, esta tarde había decidido empezar a utilizar las herramientas que me habían estado enseñando para inaugurar el texto nuevo y... ¡Horror! El menú ha desaparecido sin dejar rastro de Word. Dos compañeros de la oficina han venido a intentar solucionarlo, han probado toda clase de trucos, se han peleado con el trasto a muerte, incluso le han dedicado algún improperio (con cariño, eso sí), pero ni eso ha servido para ablandar el corazón cableado del dichoso cacharro. Parece que a mi ordenador no le hizo mucha gracia que lo dejase solito todo el fin de semana... Cruzaremos los dedos, no vaya a ser que me la tenga guardada para mañana.


Los bomberos


A primera hora de la tarde, hemos tenido un seminario, algo buenísimo para la hora de la siesta. Estábamos todos sumidos en un agradable sopor posprandial cuando, de repente, un ruido infernal nos sacó de nuestro ensimismamiento: la alarma de incendios. Pocos minutos después, un señor con cara de pocos amigos irrumpió en la sala y nos invitó a evacuar el edificio. Afortunadamente, no estábamos en el piso 11, sino en el 7, así que tampoco tuvimos que bajar tantas escaleras (evidentemente, los ascensores no funcionaban). Al llegar abajo, otro señor nos informó de que se trataba de una falsa alarma. Íbamos a volver a subir, pero había un problema de envergadura: los ascensores seguían sin funcionar. Conclusión: decidimos salir a la calle a tomar el aire.


Estábamos charlando tranquilamente en la acera, cuando se oyó otro ruido infernal y dos camiones de bomberos doblaron la esquina a toda velocidad, con las luces de emergencia encendidas y la sirena a todo trapo. De ambos vehículos salieron unos cuantos armarios de cuatro puertas, con casco incluido, armados hasta los dientes con todo tipo de artilugios, desde extintores hasta hachas, que entraron a todo correr en nuestro edificio. Otro se encargó de abrir un hidratante de incendio típicamente estadounidense, que inundó un lado de la calle en pocos minutos. Después de todo este despliegue de medios, los pobres se enteraron de que lo único que ocurría era que alguien había cometido el grave error de querer tostar unas rebanadas de pan, y se marcharon por donde habían venido.


Los pisos fantasma


No me siento orgullosa, pero tardé casi dos semanas en darme cuenta: ni el edificio donde vivo, ni el edificio donde trabajo tienen piso 13. Del 12 se pasa directamente al 14. Supongo que no me paré a mirar si faltaba algún número en los botones del ascensor porque daba por supuesto que no era así... Lo mejor de toda esta historia es que parece ser una práctica habitual, al menos, en los Estados Unidos de América. Es, cuanto menos, curioso. Hay algunas teorías que incluso afirman que, en los edificios oficiales, dicho piso fantasma se destina a actividades ultrasecretas y por eso se hace creer al resto del mundo que no existe, aunque esto me resulta bastante difícil de creer. Espero que las personas que sufran de triscaidecafobia estén contentas.


Sin embargo, la cosa no queda ahí. En otros países, son otros los números que se borran discretamente del mapa de botones de los ascensores. Por ejemplo, el 4, en China, lo que lleva a que desaparezcan también el piso 14, el 24, y así sucesivamente. El motivo de ello es que, al parecer, la pronunciación en mandarín de este fatídico dígito coincide con la de la palabra muerte. Ahí es nada. A veces, los chinos siguen la costumbre estadounidense y eliminan también la planta 13, porque, ya puestos, dan lo mismo ocho que ochenta. ¡Es una locura! Evidentemente, siempre hay quien sabe reírse de lo que a otros les da pavor, y no son pocos los libros, películas, etc. sobre el tema.


Señoras y señores, parece ser que he vuelto para quedarme. Al menos, por ahora. ¡Feliz tarde de miércoles!


Salud y suerte.