El verdadero músico no expresa; el verdadero
músico es la expresión. No era la primera vez que escuchaba esa frase. Esas
mismas palabras habían salido de la boca de su maestro en otras ocasiones,
siempre acompañadas de ese halo de misterio que envolvía la figura de aquel
hombre genial. Ella siempre había intuido que tras esa afirmación,
aparentemente simple, se escondía algo mucho más profundo. Conocía a su
profesor de piano lo suficiente como para saber que los comentarios de ese tipo
siempre encerraban algo más.
Volvió a empezar
la pieza. No obstante, esta vez concentró toda su energía en los dedos, que
mantuvo prácticamente pegados al teclado durante toda la obra. Y tocó, casi
inmóvil, pero sin tensión, consciente del peso de su propio cuerpo. No hizo falta
apenas esfuerzo. No pensó en melodías, ni en armonías, ni en digitaciones. Ni
siquiera pensó en hacer música, porque, en ese momento, ella se convirtió en
música. El piano se fundió con sus extremidades, con cada centímetro de su
piel, con cada uno de los músculos de su cuerpo, con su mente, con todo su ser.
Dejó que sus
pensamientos la abandonasen. Mantuvo los ojos abiertos, pero sin ver. De
repente, la coraza no estaba. Ese muro terrible, que siempre la había mantenido
presa y que en tantas ocasiones le había granjeado los calificativos de gélida
e insensible, tenía una grieta, y por ella manaron las emociones que había ido ocultando
tras aquella pared durante 23 años. Se sintió expuesta y vulnerable, pero no le
importó. Como la poesía desnuda de Juan Ramón Jiménez, su música acaba de
desprenderse de todo artificio.
Terminó la pieza
y, durante unos segundos, no fue capaz de articular palabra, abrumada como
estaba por aquel torrente que acababa de brotar de su interior. Supo que algo
acababa de cambiar. El piano y ella habían sido uno: solo música, solo
expresión, solo sonido. El verdadero
músico no expresa; el verdadero músico es la expresión. No era la primera
vez que escuchaba esa frase, pero sí era la primera vez que comprendía
plenamente su significado. Su maestro le sonrió, con aquellos ojos del color
del mar brillantes de emoción…
* *
*
Llegó a casa y
se sentó al piano inmediatamente, sin quitarse el abrigo siquiera. Tenía que
comprobar que lo que acababa de experimentar era real. La coraza volvió a
abrirse y sintió de nuevo ese calor en el pecho que le brotaba directamente del
alma. Al final, lo más importante a la
hora de tocar es el cariño. ¿Cómo no amar una pieza que había hecho
completamente suya? Ahora estaba sola y ya no pudo reprimir las lágrimas, que
cayeron sobre las teclas blancas y negras, una tormenta de emociones. Después
de tantos años, lo había conseguido. Había encontrado algo que ya nadie podría
arrebatarle jamás: su sonido.