Siempre había tenido una especie
de sexto sentido para las personas, que decidía por ella si merecía la pena que
alguien a quien acababa de conocer formase parte de su vida. Y siempre se había
dejado guiar por él. Nunca había entendido cómo funcionaba, pero sabía que era
más fuerte, más puro, que su propia razón. Sola, en la cama, con las luces
apagadas y el corazón encendido, pensaba en ese poder misterioso que siempre le
había hecho ver más allá de lo que se puede apreciar a simple vista.
Se sentía confusa. El castillo de
naipes en el que había basado su vida durante los últimos años había saltado
por los aires, y estaba segura de que ya nunca iba a volver a hallar la
solución de una ecuación que llevaba resolviendo con los ojos cerrados
demasiado tiempo. Sin embargo, lo que más la desconcertaba en ese momento, en
esa cama, con las luces apagadas y el corazón encendido, era la fuerza de una
sonrisa. Una sonrisa que le había pasado desapercibida hasta que su sexto
sentido decidió por ella, otra vez.
Y esa sonrisa se le había quedado
grabada a fuego en la retina desde aquella noche que él la acompañó a casa. Y
ahora la veía por todas partes: en la sopa, claro, y hasta en las teclas del
piano. Ahí estaba, omnipresente, persiguiéndola día y noche, noche y día, con
sus dientes blanquísimos. Y esos ojos (porque él también sonreía con los ojos),
que habría besado sin dudarlo en la oscuridad de las calles desiertas de haber
sido otras las circunstancias.
Salud y suerte
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